«Me gustas, me gustas mucho», escribo.
Y sin casi pensarlo pulso el botón de enviar. Hace solo unos días que hemos quedado. Recuerdo su risa y cómo me miraba. Yo, nerviosa, movía el pelo sin poder dejar de hablar. Él me escuchaba atento. Me sentí guapa. Especial. Luego, en mi casa, todo fue aún más fácil. Su cuerpo sobre el mío. Mi deseo derramándose. Después, una despedida algo brusca. La prisa. Esa sensación agridulce.
Mientras mi cena se enfría, releo nuestra última conversación. Le veo en línea, y mis dedos impacientes le escriben de nuevo. Es complicado evitar la tentación de acercarse a aquello que se desea cuando se nota cierta distancia. Quizás solo lo hacemos para comprobar, de alguna forma, que el deseo aún sigue ahí. Es complicado, también, no sentirte culpable como sujeto que desea. Pero yo deseo, y deseo ser deseada. Ésa es la trampa de la heterosexualidad.
Siendo mujer mostrarte deseante sorprende; mostrar sentimientos resulta un tabú. Ambos casos suponen hackear el juego de la seducción actual. Es mejor no sentir demasiado, no parecer intensa, tampoco demasiado distante.
Espera un poco, no le escribas, mejor chatea durante ochocientas veintisiete horas hasta que el otro dé el primer paso. No le mandes esa foto. No le digas que quieres hacerle eso, o que te mueres porque te haga eso otro. No derribes tan pronto el muro, tampoco construyas la valla muy alta. En ese baile frágil nos movemos, con la incertidumbre de saber que el interés y la curiosidad por el otro puede esfumarse en cualquier momento.
Han pasado varias semanas y el doble tick sigue ahí clavado. La foto, que le envié la otra noche al volver a casa, está sin abrir. Me siento ridícula. Algo he hecho mal pero… ¿el qué? El ghosting abre una grieta que se llena de culpa. Pienso en bloquear el contacto. Borrar su número. Si a él no le importo, a mí él tampoco. Y, una vez más, me veo devolviendo esa violencia difusa –que es el destrato– para tener de nuevo la correa del perro; para tener otra vez el poder. Pero lo único que tengo es su doble tick clavado en mi autoestima.
Nosotras mismas hemos caído en la estafa.
«Alguien está herida de muerte y finge una salud perfecta, sólo para que no la hieran más, para que no la hieran de nuevo», escribe Alejandra Pizarnik en sus diarios. Así que finjo. Finjo huir de la afectividad para no caer en el estereotipo femenino. Finjo aceptar este coqueteo tinderiano, donde vale todo, pero nada importa mucho. Me retuerzo para encajar en el modelo de desapego. Nada me afecta, no me implico; soy una sartén de teflón a la que nada –ni nadie– se le pega.
Es fácil tener sexo. El sexo está en el centro todo el rato, pero… ¿Hemos de cosificar todas nuestras relaciones fugaces porque vivirlas desde cierta responsabilidad afectiva es imposible? La confusión aparece cuando queremos construir otro tipo de relaciones, en las que el deseo y los cuidados se den la mano.
Es ahí, en los cuidados, donde se establece la marca. Jerarquizamos nuestro afecto ofreciéndolo solo a aquellas parejas que pueden ser estables, por considerarlas más importantes, y bajo ese pensamiento exclusivista parece imposible demandar cierta responsabilidad a otros vínculos más efímeros.
«Me gusta la palabra vínculo. Donde hay vínculos, hay emociones», dice Ana Requena en Feminismo Vibrante. Y coincido con ella también cuando reclama que se puede erotizar el buen trato entre personas que se gustan, aunque solo compartan unos meses, unas semanas o, incluso, unas horas juntos. Tengo que hacerme cargo de que soy deseante, también de que soy vulnerable. Así que le escribo. Le escribo sin culpa. No puedo seguir perdiendo más energía esperando.
Para la despedida uso las palabras de Luciana Peker: «después de follar podías haberme abrazado sin miedo, que no me iba a confundir».
Y cierro nuestra conversación, y con ello, también, nuestra breve historia.
Sara Herranz