No me gusta viajar.

Lo admito. Es difícil confesarlo en público, en medio de una generación que no deja de recorrer el mundo. A veces es complicado admitir que yo no siento esas ansias por llenarme de aventuras, compartir habitación con quince personas en hostales, o levantarme a las cuatro de la mañana para tomar tres aviones antes de llegar a mi destino, especialmente cuando estoy sentada en un bar frente a un nómada digital guapísimo que acabo de conocer y que intenta impresionarme con las fotos de los dos meses que pasó en Sri Lanka.

Viajar se ha convertido casi en un imperativo cultural, en una muestra de estatus social también. Mi Instagram se llena de imágenes de playas paradisíacas y lugares exóticos en cuanto llega el buen tiempo y las primeras vacaciones del año. En esos momentos, siento que tal vez no he ido a todos los lugares a los que debería y que estoy perdiendo el tiempo viendo Netflix desde casa. Parece que la vida es aquello que está fuera y que están experimentando otros. 

Acepto que las personas damos sentido al mundo a través de las historias, y muchas veces, hay que hacerlo desde un lugar nuevo que nos ayude a establecer ese vínculo con nosotras que de otra forma no generaríamos. Pero también creo que hoy en día, la forma en la que nos lanzamos a viajar cumple más con la idea neoliberal de consumir experiencias casi con glotonería, de tachar hitos en nuestra lista de pendientes, de gente que vuelve a casa diciendo «necesito vacaciones de las vacaciones». 

Entregarse al viaje debería ser la congelación del tiempo y del yo productivo, permitirnos la holgazanería, la rebelión de no tener que hacer nada, pero de verdad. Es la huida, por un tiempo, de la vida normal. Quizás por eso, me cuesta imaginarme en un lugar desconocido, no saber cómo me sentiré una vez esté allí, si me gustará la comida, o cómo será mi cama –porque una también tiene problemas para conciliar el sueño y los viajes suponen un estrés añadido en estos casos– ¿Quién seré en Berlín, en Cuba o en Nueva York? El viaje es, para personas perfeccionistas y controladoras como yo, lanzarme de cabeza hacia la incertidumbre. Y yo nunca aprendí a tirarme bien a la piscina.

Sara Herranz