El fin de semana se ha ido rápido. Hace calor, veinticinco grados y un cielo sin nubes. Hasta el momento no he podido abrir el libro que traje sin ser interrumpida. En el parque una madre le dice a su hija de, no sé, unos cuatro años, que qué le parece si no llora por todo y llora solo por lo que le duele.

La niña la mira fijamente y le contesta que le parece un poco “cutre”. Unas chicas jóvenes se ríen en el césped mientras comen fresas a mordiscos como si fueran auténticas victorianas. Vuelvo la vista a mi libro. «Estoy sola, pero no necesito a cualquiera» escribe Anaïs Nin. «No sé por qué, pero algunas personas llenan los espacios vacíos mientras que otras enfatizan mi soledad».

Me detengo en seco. Hace solo unos años, pasar la tarde completamente sola, sin amigas, sin pareja, sin un plan que hacer salvo estar conmigo misma, hubiera sido algo impensable. Y tras esa relevación, mi saboteadora me hace dudar, ¿es ésta una soledad elegida o está impuesta por las circunstancias? 

Pensamos la soledad como un lugar habitable en el que relacionarnos con nosotras, como parte de nuestra forma de vida, como un espacio necesario para nuestro bienestar y autonomía. Sentirse sola, sin embargo, se entiende como una especie de fracaso. La soledad se convierte en nuestra enemiga. Es entonces cuando huimos de ella obligándonos a salir al exterior para volver a pertenecer al grupo. Pero muchas veces reírnos con los que están fuera tampoco sirve de mucho.

«Nunca me sentí tan sola como cuando estaba contigo»

«Nunca me sentí tan sola como cuando estaba contigo» le escribí a una expareja en una carta que nunca le mandé -porque una es intensa, pero también tiene un poco de vergüenza-. Sentirse sola rodeada de gente es la soledad absoluta.

Hace una tarde radiante. Me siento incómoda. No por el sol, que quizás está un poco fuerte para esta época del año. Me molesta esta voz, pero la escucho, porque una ya ha atravesado su desierto. Sin curitas, ni atajos, ha descendido hacia ese vacío y ahora, desde la otra orilla, quiere encajar con la persona que anhela ser.

Inevitablemente, tenemos esa tendencia a ocultar aquello de lo que nos avergonzamos, esas partes de nuestra personalidad que pulsan nuestros miedos, lo que socialmente no nos gusta de nosotras mismas, pero que vemos claramente y proyectamos en los demás. Es en situaciones nuevas, cuando se derrumban partes del yo. Partes en sombra, de las que no éramos conscientes.

El sol cae. Pronto se hará de noche. Me siento un poco sola, sí, y a la vez, estoy empezando a estar donde siempre quise, me digo. Es difícil abrazar nuestra oscuridad, pero sin ella, la luz es ridícula e insignificante. 

Puedes leer más textos de Sara Herranz en The Pocket Magazine.

Sara Herranz