Me gusta ir al cine para olvidarme de qué día es. Me gusta terminar de trabajar y meterme en una sala con microclima propio –con ese aire acondicionado enfermizo– para dejarme llevar por la ficción, por una vida que no es la mía y quedarme ahí durante un ratito, medio embrujada por ese hechizo que todavía perdura incluso después de los títulos de crédito.

En esos noventa minutos no hay distracciones ni decisiones que tomar, la vida queda suspendida y para cuando las luces vuelven a encenderse, una ya no es la misma. Los cines tienen algo de experiencia compartida, de sentimiento oceánico, que es imposible de recrear en nuestras casas. 

No romantizaré mi existencia por el hecho de ir al cine sola –algo por otro lado muy millennial– pero en ese camino de vuelta, aún colocada por la historia de la que acabo de formar parte, siento que toda aproximación a la realidad es extraña.

Una abre esa ventana y se asoma un poco al mundo de los otros. Las ficciones tienen ese poder. Algunas nos entretienen, pero otras nos dejan atrapadas durante horas hasta que una regresa a su vida caminando cautelosa, algo obsesionada por las frases de unos personajes que todavía no quiere dejar ir. 

Pienso ahora en una escena de la película en la que una pareja reciente pasea por el supermercado en busca de los ingredientes para la cena, de esos terceros o cuartos encuentros que se tienen cuando ha habido algo de intimidad, pero no la suficiente confianza para sentirte segura eligiendo el tipo de queso que le irá mejor a la quiche que habéis decidido cocinar juntos.

Esa secuencia me hace recordar aquella vez que fuimos juntos al Carrefour, y me entran muchas ganas de escribirte, preguntarte qué tal estás, pero no lo hago porque han pasado meses desde nuestra última conversación. Podría parecer un recuerdo triste, pero no lo es porque a pesar de que una tiene el talento de abrir cajones y hundir la carita en aquello que ya no tiene, por un momento, recordarte me ha hecho sentirte más cerca. Recordarte me ha hecho volverte a ver. Y pienso en la suerte que tengo de que hayan abierto un cine pequeñito a dos calles de mi casa. 

Sara Herranz