Me he vuelto una perezosa. Esta pereza laboral, recién adquirida, me somete y me domina suavemente. Los meses van pasando sin un proyecto que me tenga obsesionada. Mi ambición está dormida. Yo, que durante tanto tiempo había colocado el trabajo en el centro, que me había sentido validada a través de él, he roto la rueda. Y soy más feliz que nunca. 

Bajo la auto exigencia aprendida de que solo siendo la mejor lograría rozar de puntillas aquello que se nos había prometido, crecí profesionalmente. Así nació mi dictadora, que, durante años, me hizo trabajar como una bestia, con la rabia y la pasión de haber elegido una profesión, no sólo que me hacía feliz, sino que me definía.

En esa búsqueda del gran éxito que creía merecer, las fronteras entre mis personajes y mi vida se diluían, y mi voz interior, cada vez más colérica, me repetía una y otra vez “aguanta un poco más, aguanta”.

Mi cuerpo descansaba el tiempo justo para continuar trabajando. Incluso en mi ocio se escondía la intención de lograr cierto beneficio, era algo del que extraer contenido para seguir produciendo. Y el éxito llegó, pero pronto dejó de ser suficiente. Esa satisfacción se esfumaba al poco tiempo y casi de inmediato me encontraba aspirando a la siguiente meta. Era la eterna insatisfecha. 

Hace algo más de un año me desperté en su casa temblando y de pronto rompí a llorar. Él, bastante asustado, me preguntó qué me pasaba.

Ya no sé quién soy —respondí.

El colapso siempre llega. A mí me golpeó justo cuando sentía que mi carrera comenzaba a consolidarse. Ese golpe movió todos los ejes para siempre.

Cuando ni siquiera es el sistema el que te pide ser la mejor, cuando eres tú tu jueza más implacable, la que ha interiorizado que ser mejor significa única y exclusivamente alcanzar el éxito (sin saber siquiera qué significa eso), lo mejor que puede pasarte es sufrir una gran crisis. 

La castigadora que vive en mí me susurra al oído algunos días. Se siente frustrada porque la ilusión se ha ido a otro sitio. Los triunfos profesionales ya no llenan como lo hacían antes (quizás porque construir la autoestima únicamente desde la mirada externa, es construirla desde el vacío).

Solo me siento plena reparando aquello que antes tanto había descuidado: disponer de mi propio espacio y mi tiempo, el necesario para procesar los grandes cambios de prioridades, y disfrutar de una red afectiva sólida, que me apoya, me sostiene y me acompaña.

He roto la rueda, y con ella se han recolocado aquellos éxitos que no eran propiamente míos. Eran solo los éxitos del sistema. 

Sara Herranz