S., un personaje real famoso en su época, es el protagonista del ensayo del neuropsicólogo Alexander Luria “Pequeño libro de una gran memoria”. S. era hipertimésico, es decir, tenía una memoria prodigiosa.

Gracias a eso, en una habitación en silencio, podía memorizar setenta palabras en tres segundos. Al común de los mortales, solo esa proeza nos resultaría asombrosa. Pero es que, además, S. podía almacenar esa información durante quince años.

Cuando escribo “información” no me refiero solo a la lista, también podía enumerar todos los muebles que había en el lugar, cómo era la silla en la que estaba sentado y el color de ojos de la mujer que se la leyó.

Parece fabuloso, ¿verdad? Sin embargo, en una de las entrevistas que le hizo Luria, S. le confesaba que consideraba una maldición tener una memoria tan extraordinaria. Según él, su supuesto superpoder “le impedía pensar”. Recordar tantas cuestiones inútiles le dejaba poco espacio para afrontar las novedades que acontecían en su vida.

Hablamos de la memoria como un fenómeno cuya función fuera almacenar el pasado. Pero, en realidad, sirve más bien para crear el futuro. Nuestro recuerdo tiene que adaptarse a nuestro estado de ánimo actual (nos acordamos de lo bueno cuando estamos alegres y de lo malo cuando andamos tristes), y por eso, si emprendemos un nuevo proyecto, olvidar nuestras frustraciones vitales, recordar los deseos satisfechos y teñir lo ocurrido con un toque de magia es una buena estrategia vital. 

El político británico Disraeli decía que él, como todos los grandes viajeros, había visto más cosas de las que recordaba y recordaba más cosas de las que había visto. La frase ilustra el concepto de memoria con el que trabajamos muchos psicólogos actuales: un proceso dinámico en que se van construyendo historias pasadas a medida que se van necesitando. No se trata de borrar nuestros recuerdos, pero sí de reformularlos para encajarlos en una narrativa que nos permita encontrar motivación para aquello que estamos emprendiendo. 

Pienso en tres ejemplos que muestran la importancia de hacer, de vez en cuando, una descarga del disco duro mental.

El primero tiene que ver con nuestra senilidad. Una teoría de la Psicología Cognitiva postula que, al contrario de lo que solemos pensar, la edad no aumenta la dificultad para aprender cosas nuevas. Lo que ocurre es que, a medida que nos hacemos mayores, nos cuesta más olvidar los hábitos antiguos. Es como si el cerebro se apegara continuamente a “lo de siempre” y eso dejara poco espacio para adentrarse en mundos nuevos. Envejecemos cuando el peso del pasado hunde nuestro cerebro tan profundamente que no puede ver el futuro.

El segundo tiene que ver con el manejo de la ira. Cuando vivimos una injusticia (hacia nosotros o hacia personas con las que empatizamos) sentimos rabia y necesitar resarcimiento. Si la justicia no llega, hay frustración, y eso deriva fácilmente en rencor. Se convierte en un resentimiento continuo, un veneno que, paradójicamente, solo nos intoxica a nosotros mismos. La ira sana es un golpe sobre la mesa que ayuda a cambiar la situación, la inquina rumiadora nos paraliza y nos genera un problema: acabamos atados emocionalmente al culpable de nuestros males.

Alguien, por ejemplo, nos dice algo que nos duele. El incidente dura segundos, pero nosotros le damos vueltas durante semanas… mientras que ese individuo sigue tranquilamente con su vida. Además de ser víctimas de esa persona, acabamos siendo sus esclavos, porque toda nuestra vida gira, finalmente, en torno a ese individuo. Las personas que aprenden a pasar página en esas situaciones, son las únicas que consiguen diluir ese veneno en el resto de la vida para que no produzca daños.  

“Las tecnologías futuras solo sirven para resucitar fantasmas del pasado”. 

Luis Muiño

El último ejemplo es un fenómeno que me trae de cabeza como psicoterapeuta en las dos últimas décadas: la dificultad del duelo digital. Internet está afectando a nuestra manera de recordar…y de olvidar. Cuando una pareja rompe su relación, es necesario pasar por una serie de fases para que las dos personas se recompongan emocionalmente. La tarea es complicada, porque se trata de conseguir que el otro deje de existir para nosotros. “Se me olvidó que te olvidé”, dice un bello bolero, expresando el objetivo final del duelo amoroso.

El problema es que las redes están complicando este proceso. Aunque consigamos el Contacto Cero físico, es muy difícil que dejemos de saber de la otra persona virtualmente. Aunque bloqueemos a nuestro ex en todas nuestras cuentas, siempre hay alguna app que se le ocurre la idea de recordarnos momentos del pasado con él o algún amigo en común que sigue poniendo fotos acompañado de aquel de quien no queremos acordarnos. Sorprendentemente, en esos momentos en que olvidar y pasar página es lo más sano, las tecnologías futuras solo sirven para resucitar fantasmas del pasado. 

No deberíamos olvidar la importancia del olvido…

Luis Muiño, terapeuta y divulgador