«Eres demasiado distante y seca»

«Pareces muy misteriosa, pero también un poco chula»

«Hablas demasiado claro desde el principio»

Algunos hombres con los que hablo últimamente me perciben así. Yo recibo estos adjetivos como un halago. Hay algo poderoso en ellos. Tras años de ser absurdamente complaciente, me he convertido en una borde altiva. Me he convertido en una mujer incómoda. 

Desde muy pequeña aprendí a ser “buena”: aquella que obedece las reglas, que atiende en silencio, que prefiere quedarse jugando a un lado sin molestar, sin llamar demasiado la atención, la educada, la sonriente. «Qué niña tan sensible, qué bien se porta». La buena hija, la buena alumna, la buena novia. Fui todas ellas. Así se construyó mi propia imagen. Mientras cumpliese sus expectativas, todos me querrían. 

Ya adulta, seguí el camino que me habían marcado: me callé ante esos jefes abusivos que hicieron suyas mis propias ideas, sonreí ante chistes y comentarios que no me hacían gracia, fingí muchas veces para no verme en una situación desagradable y tragué saliva cuando me llamaron rabiosa, dramática o intensa. Aguanté estoicamente cuando lo que quería era plantarles cara, dar un golpe en la mesa, romper todas las copas de vino y montar “un buen pollo”. 

Pero entonces, ¿qué es ser mala? ¿No dejarse pisotear? ¿No ser amable con quién no se lo merece? ¿Perder los papeles? ¿Marcar límites? ¿Establecerse como una prioridad? 

No se trata solo de cruzar hacia el otro extremo –que un poco sí–. Son las consecuencias de haber estado socializada tantos años para guardar el enfado, para rumiarlo y masticarlo hasta que éste salta por los aires y, cuando esto ocurre, verte transformando toda esa ira en tristeza.

La culpa y la pena nos paraliza, pone el foco en el otro, pero la rabia, en cambio, es movimiento, nos conecta con nosotras y con lo que nos afecta. La rabia tiene un poder trasformador. Toda revolución social ha surgido del cabreo, de voces compartidas que han gritado «¡oye, mira, HASTA AQUÍ!». De ahí que nuestra rabia sea tan importante.

Vivian Gornick en conversación con Gabriela Wiener en el libro Tranquilas, historias para ir solas por la noche dice: «¡¿Más calmadas?! ¡No! ¿Por qué deberíamos sentirnos más tranquilas? ¡Todo lo contrario!». Ella asegura que en los años setenta no se hizo todo lo que se tenía que hacer y que por eso hoy, con toda razón, hay mujeres mucho más cabreadas que las de su generación.

«Así que no, mujeres, no podemos relajarnos. Hay que cabrearse más». 

En ese sentido, quiero ser mala.

Sara Herranz