Cada Navidad se convertía una fotografía del año anterior. Las luces en las calles, las cenas en familia, la ansiedad por encontrar el regalo perfecto, las listas de buenas intenciones. Entonces llegó 2020, como un mazazo, y aceptamos anestesiados este perpetuo presente de burbujas afectivas y abrazos que huelen a gel hidroalcohólico. Hoy miro al año nuevo de reojo y escribo, por primera vez, algunos pensamientos sin la presión de que los deba cumplir antes de que acabe el año. 

Bajar el volumen del ruido exterior. Interrumpir la rutina de «no me puedo dormir, miro el móvil, no me escribe nadie, me pongo un podcast, me despierto, miro el móvil, me llega un vídeo de un gatito bizco, lo guardo en favoritos». Retomar la lectura de alguno de los setenta y cinco libros que tengo en la mesilla, todos a la mitad o por empezar. Pensar en la posibilidad de adoptar un gatito.

Reconocer que no soy perfecta, que los trámites burocráticos me descomponen, que soy incapaz de calcular mentalmente el 25% de descuento de cualquier cosa, y que nunca sabré explicar la diferencia entre IVA e IRPF. Ser consciente de las comisiones que pago por hacer trámites con mi banco. Pagar las facturas el mismo día en el que lleguen.

Viajar más, cuando se pueda. Hacerlo de forma sostenible. Reconocer que la restricción de movimientos de estos meses me ha hecho idealizar todos los sitios a los que nunca he ido. Intentar coger menos aviones. Saber más sobre el cambio climático. Pensar en empezar una cuarentena de consumo. Separar mejor el plástico del cartón. Donar esos pantalones que ya no me pongo. Quedarme solo con aquellos que me hacen buen culo. 

Asumir que me estoy haciendo mayor. Asumir que no hay nadie a quién hacerle una reclamación por los desperfectos que está haciendo la gravedad con mi cuerpo. Que me está creciendo la nariz, me están saliendo canas y cada vez me parezco más a mi madre. Asumir que el cuerpo envejece, pero el alma no. Asumir este reciente miedo a la finitud.

No perder ni cinco segundos con personas con las que no iría a ninguna parte. Alejarme de aquellos que solo hablan de sí mismos y de monólogos que giran en torno a su trabajo, sus hobbies, sus movidas, su universo. Activar una nueva alarma. Si la velocidad con la que te bebes la copa de vino es directamente proporcional al aburrimiento que te produce la conversación… levantarse, pagar la cuenta y huir disimuladamente. 

Disfrutar de mi estabilidad afectiva fluctuante, aunque en este momento esté algo narcotizada. Admitir que la capacidad para sorprenderme ha disminuido considerablemente. Seguir escuchando las noticias. Que la actualidad me haga agitar el puño y exclamar «pero, ¡cómo puede ser!». Que el abatimiento dure, como mucho, media hora. Y después, a seguir tirando del carro. 

Adaptabilidad, salud y supervivencia emocional como deseos para el comienzo del nuevo año. Quizás también, del nuevo mundo. 

Sara Herranz