Sentada frente a la página en blanco, me doy cuenta de que mis textos son un reflejo directo de mi cansancio emocional. Lucho por mantenerme fresca, cultivada, interesante. Quiero ser productiva, una adulta funcional, pero mi cuerpo, cada vez más blando, solo me permite engancharme a contenido que me lleve a la evasión absoluta. ¿Un podcast de humor dirigido por mujeres que me haga reír en mayúsculas? Perfecto. ¿Una docu-serie sobre un personaje de la prensa rosa que denuncia públicamente la violencia institucional y de género que ha vivido? La consumo del tirón. ¿Un reality con un casting de hombres mujeres y viceversa en el que se penaliza a aquellos que sean incapaces de establecer relaciones emocionales profundas? Justo lo que necesito.
El año pasado fue mi año de la lloradita. Ese desahogo emocional que encaja perfectamente con el capitalismo, es decir, ver el huequito que tienes libre en el día para llorarlo todo. Y lloras por el error que has cometido en el trabajo, por la frustración de no poder planear casi nada, lloras por esta vida incierta, pero también aprovechas para liberarte, entre lágrimas, de aquel fragmento del libro Despojos de Rachel Cusk que leíste hace una semana y te atravesó. Después, te lavas la cara, te recompones un poco y a seguir tirando del carro. Yo no quería ver que me estaba rompiendo, y fui cayendo y cayendo, hasta darme cuenta de que no estaba bien y sobre todo de que estaba harta de no estar bien. Fue solo entonces cuando decidí empezar a ir a terapia.
Se ha hablado mucho de salud mental en estos meses. De cómo nuestra generación está viviendo esta segunda crisis. De cómo los más jóvenes somos los que más hemos llorado durante la cuarentena. De cómo han aumentado las consultas psicológicas y psiquiátricas. De la escasa inversión y lo saturado que están los profesionales de este sector dentro de la salud pública. Sin embargo, cuando uno de los diputados denunció en el Congreso que la cuarta ola sería la de la salud mental, aún tuvimos que escuchar un despectivo y poco empático “vete al médico” desde la bancada de la oposición.
Nuestra generación no solo está más fatigada, sino que encima no se nos permite denunciarlo. Se nos tacha de mimados, de generación perdida. De estar alienados, pegados a las pantallas todo el día. De tener demasiadas expectativas, o de carecer de mentalidad de tiburón. La mentalidad de tiburón no hace que la realidad cambie, y la realidad es que el salario de los jóvenes es un cincuenta por ciento más bajo que el de hace cuarenta años. ¿De verdad me quejo tanto? ¿O debería quejarme más?
“Estamos peor, pero estamos mejor porque antes estábamos bien, pero era mentira, no como ahora que estamos mal, pero es verdad.” decía Mario Moreno Reyes, el actor que interpretaba a Cantinflas. Estoy rota, pero estoy mejor, aunque esté peor. Sé que soy una privilegiada por poder pagar mi terapia semanal, y que mucha gente que necesita un psicólogo no puede acceder a uno. Sé que ahora comienza mi viaje, y estoy confusa, triste y tengo miedo. No sé qué descubriré en el camino, pero superaré este momento. Soy fuerte y poderosa. Todas lo somos.
Sara Herranz