Tienes celos del otoño pasado. El cambio de hora no ayuda mucho a mantener alta tu moral de victoria. La semana pasa lenta. Llega el viernes y ni lo notas. Te tomas el vinito que compraste ayer en el súper. El más caro del estante de los vinos de marca blanca, porque tampoco está tu economía para apuntar ahora mismo más alto. Sientes que, tras el primer sorbo, se arregla tu tarde, pero tampoco mucho. El fin de semana quedas en una terraza con las cinco personas de tu burbuja. Bebéis un poco, fumáis un rato y acabáis recordando esa vida pasada, la vida en la que se disfrutaba del tiempo libre y no de los tiempos muertos.

Hemos idealizado los besos con lengua. Fetichizados los bailes con desconocidos. Fantaseado con viajar a lugares a los que nunca fuimos. Hemos sublimado nuestra vida social inestable, fluctuante. La misma que nos sorprendía un miércoles volviendo a casa a las cinco de la mañana, sonriente y extasiada, después de unas cañas que se complicaron.

La nostalgia nos arrasa y de eso quiero hablaros en mis recomendaciones para este mes de noviembre.

Esto ya lo he dicho antes:

Los libros de la mesilla:

No hay época más nostálgica que la infancia y la adolescencia, y Panza de burro,de Andrea Abreu, es nostalgia sin filtros. Una entra en la historia y se va dejando llevar por los localismos, por las referencias populares a la década de los 2000, por la oralidad canaria, tan fresca, tan poco canónica, y tan cercana a lo que viví en mi niñez. A medida que pasan las páginas, el relato va perdiendo inocencia, y nos muestra con ternura (a veces amarga, a veces bruta) la relación de amistad entre dos niñas que viven en mitad de una isla, en mitad de un océano, convirtiéndonos en cómplices, por la capacidad que tiene la escritora de crear imágenes, de ese verano de revelación que todos hemos vivido cuando somos preadolescentes.

Andrea escribe una postal de la isla, pero aquella que no ven los peninsulares. La cara B de Canarias: la de las nubes bajas que tapan el sol y hacen que tengas que ponerte una rebequita por el pelete, la de los trabajadores de hoteles, la de los edificios de bloques sin pintar, las papas locas o arrugadas y el clipper de fresa, la de los rezados y el mal de ojo, la de las canciones de Edwin Rivera y Pepe Benavente… La Canaria salvaje bajo un vulcán dormido. 

Al terminarlo, la melancolía te sobrepasa. Solo tienes ganas de volver a ser esa niña para irte con las protagonistas a la playita o a jugar a las barbis y la gamebois. Una solo tiene ganas de volver a la isla, un fisquito namás.

La luz en la oscuridad:

Pocos directores han reflejado tan bien la agridulce sensación del paso del tiempo, de ese presente que se desvanece rápidamente, como lo hace Richard Linklater. Este es el leitmotiv de muchas de sus películas (“Todos queremos algo”, “Movida del 76”, “Boyhood”), pero es en la trilogía de “Antes del…” donde Linklater se corona. La historia de chico conoce a chica se desarrolla a lo largo de diecinueve años a través de diálogos cotidianos pero finísimos, que nos hablan del amor y su idealización romántica, de la nostalgia por lo que pudo ser y no fue, de las expectativas y de la madurez de la vida adulta.

Luego está la película como escenario. El espacio juega con esa idea de que el viaje no implica solo el turismo, sino también lleva consigo la experiencia y la pasión. Y solo quieres pasear junto a Jesse y Celine por las calles de Viena, sentarte a tomar un café en una de las terrazas de París, o sentir en la piel el sol del verano en el Peloponeso.

Me diréis que soy una cursi, y os daré la razón, pero qué queréis que os diga, lo mejor de este mundo es ver a la gente enamorarse y desenamorarse. Ser partícipes de su historia. Y si no explicadme el porqué del éxito de programas como First Dates.

Penas y poemas:

“I just wanna dance all night.”

Cuando hace nueve meses (¿o nueve años?) era sábado y salías con tus amigas a esa discoteca modernísima que acababan de abrir, y te apoyabas en la barra, y le hacías gestos al camarero, y gritabas ¡una ginebra con tónica!, ¿qué?, ¡una ginebra con tónica, por favor!, y sonaba una música atronadora que te impedía oír tus propios pensamientos, y aparecía el crush, y no te hacía caso, pero no te importaba porque tú estabas ahí, moviendo el pelo como una descosida en mitad de la pista de baile, esperando a que él se girase de una vez y se diera cuenta de que eras tú, que siempre habías sido tú. ¿Os acordáis de eso?

Ahora llegas a casa, tras beberte el tercer cubata a toda prisa por el toque de queda, y te pones el último video de C. Tangana, y dejas mecer tus caderitas por la rumbachata de El Madrileño, y piensas que ojalá este señor no supere nunca a su ex para que siga sacando estos temas que te dan el contenido que necesitas. Después te acuestas, anestesiada, y te duermes fingiendo que todo está ok. Pero nosotras sabemos que no vamos a estar bien. Porque por mucho que nos anestesiemos, hay cosas que solo se curan bailando con extraños en la oscuridad. Robyn ya nos lo demostró hace una década, con toda su fuerza, cuando compuso el himno “I keep dancing on my own”. Y yo solo tengo ganas de salir a sudar, a bailar y a quemar cualquier pista de baile, cuando se pueda.

Unos trazos:

Los tiburones también tienen sentimientos y yo soy de esas personas que se preguntan continuamente si estarás bien.

Me despido hasta el mes que viene. Nos leemos pronto y recordad, la nostalgia a veces es un poco zorra.

Sara Herranz