A todas mis amigas por Sara Herranz

La primera relación monógama que tuve en mi vida fue con mi mejor amiga. Primero llegó L., luego M., y ya en la adolescencia E. En ese espacio exclusivo para dos había una especie de fusión, de intimidad compartida en exceso, bastante parecida a lo que luego serían mis relaciones románticas.

Recuerdo, también, lo orgullosa que estaba de ser la amiga de E. Sentía completa fascinación por ella. Admiraba su pelo liso y brillante que caía por sus hombros. Su risa explosiva y escandalosa. Su facilidad para hablar con cualquiera. Su valentía a la hora de proponerse como delegada de clase o como capitana del equipo de baloncesto.

Mi adolescente más tímida encontró en esa amistad un espejo en el que mirarse. Quería ser ella, que me mirasen como la miraban, que me deseasen como la deseaban. Así la miraba yo, llena de amor, llena de envidia. Repetía esa dinámica de la popular y la rarita –tan propia de películas como Jennifer’s Body o Chicas Malas– que suele terminar en un cambio de roles: la tímida gana seguridad e inicia un camino hacia su propia independencia, y la reina del baile termina por sufrir los perjuicios que tiene la popularidad y se rebela ante el engaño que le han vendido.

La amistad con E. acabó bruscamente, sin despedida. Fue la primera vez que me abandonó alguien importante. Quizás las dos éramos demasiado jóvenes para reconocer que la amistad es una compleja relación de ida y vuelta. 

A medida que fui creciendo, mis amistades se volvieron más plurales, más variadas. Comencé a tener parejas. Mi círculo se hizo cada vez más pequeño. Las obligaciones, las responsabilidades y la distancia me fueron alejando con los años, supongo.

Solo cuando comencé a leer sobre relaciones abiertas y a interesarme por nuevas formas de vincularnos, reconocí mi patrón. Aunque ya era una mujer adulta, en la pareja seguía buscando el espejo que necesitaba para mirarme. Con él compartía, ahora, ese espacio de intimidad y afecto único y exclusivo, por encima de otras relaciones.

Es cierto que es difícil gestionarte para que todas tus relaciones ocupen el mismo espacio, pero abandonarse a una única relación, descuidando las demás, es egoísta y nos coloca en una posición muy frágil. Algunas nos hemos dado cuenta después de que ese lugar compartido se haya roto. Yo tuve la suerte de tener amigas generosas que me recogieron. Amigas que barren las cenizas, nos dan un besito en la frente y nos enseñan a sobrevivir en ese nuevo mundo que deja toda decepción.

Pienso en las pocas canciones que hablan de la ruptura con una amiga. Pienso en E., en dónde estará ahora, en cómo será su vida. Pienso en las amigas que dejé atrás, bien porque las aparté –quizás sin todas explicaciones que merecían– o aquellas que se diluyeron, poco a poco, hasta que dejamos de vernos.

Pienso en mi actual grupo de amigas. Las que empezaron siendo colegas y se convirtieron en mis confidentes. Otras con las que me he reencontrado recientemente. Algunas amigas nuevas que llegan con esa idealización propia del arrebatamiento de los primeros meses de relación –porque en la amistad también hay romanticismo–. Amigas mayores que yo, otras más jóvenes. Soy consciente de que la amistad femenina es poderosa, también, de que la gente va y viene, de que muchas relaciones son efímeras y de que la monogamia relacional es un concepto tramposo.

Hoy me siento afortunada de las mujeres que me rodean. No sé si se puede resumir con algo más. Quizás sí. Plenitud. Deseo que E. esté también contenta.

Sara Herranz