Estoy tumbada en el sofá, viendo veintisiete stories de Instagram seguidas. Es domingo, hace frío y estoy aburridísima porque la vida se ha simplificado tanto que ya nunca pasa nada. Me vibra el móvil. Alguien que quizás conozco acaba de abrir su perfil. Un clic para viajar en el tiempo ocho años y me reencuentro con él. El primer hombre del que me enamoré como una perra y que, como en muchas tragedias románticas, me acabó dejando por otra. Qué sabio es el algoritmo, siempre pendiente de mis necesidades.

Mi capacidad para auto sabotearme es directamente proporcional a mis ganas de ser protagonista de un buen cotilleo. Así que aquí estoy, echándome seis cucharaditas de leche condensada en el tercer café del día, mientras fantaseo con la vida que tendrá mi antiguo amor. En los destacados, un vídeo de su boda. Una novia espectacular se acerca hacia el altar. Él la espera nervioso. Cliché tras cliché, pero todo muy bonito, muy bien organizado. De fondo suena The Blower’s Daughter de Damien Rice. Nuestra canción. Esa canción que le hacía pensar en mí. Ésa que me había enviado por Facebook tras reconciliarlos de nuestra primera discusión. Mi canción, nuestra canción, esta vez se la dedicaba a otra.

Pienso en todas las veces que me han roto el corazón. En todas las veces que se lo he roto a alguien. Probablemente ese recuerdo no sea más que una trampa. Narro, y como narradora idealizo, saco brillo a conversaciones concretas. Sublimo momentos de cualquier relación. Lo convierto todo en un fetiche y así la imagen verdadera de esa persona se va alejando, porque la realidad es imperfecta, pero esa persona inventada es siempre mejor. El fetiche no cambia. Permanece inmutable. El hombre que yo creía que había sido mi gran amor, con el que había vivido mi primera conexión real, ocho años después se casa con nuestra canción como banda sonora. Y limpiando los restos de lasaña de la bandeja del horno del día anterior me doy cuenta de que no me dedicaba esa canción a mí. Esa canción fue nuestra simplemente porque para él representaba la idea de lo que es estar enamorado.

Hoy es domingo y hace frío. En el portal del edificio, una pareja enamorada se despide. Mientras tiro la basura asisto como una voyeur accidental a ese nuevo gesto que ha impuesto la pandemia. Mirar fijamente a alguien, bajarle la mascarilla y darle un beso. Este nuevo preámbulo me parece puro erotismo. Pienso en si, tras esta pandemia, no habremos fetichizado las bocas, ahora casi siempre ocultas. Pienso en cuándo fue la última vez que me besaron con tremendas ganas. Abro Spotify. No entiendo la letra de The Blower’s Daughter. Tampoco me importa. Pero estoy segura de que habla de mí.

Sara Herranz