«Una gripe a 40º», Sara Herranz

Estoy volando en business por primera vez. He tenido que coger un billete de última hora para asistir al funeral de mi abuela y no quedaban asientos libres en turista. Reclino el asiento hasta quedarme en horizontal. Las piernas estiradas. El cuerpo envuelto. Construyo una pequeña cápsula en la que lloro sin pudor por mi abuela, por mi último desamor. Un asistente de vuelo me coloca una copa de zumo de naranja en la mesa plegable. Hay algo agradable en poder desmoronarse en primera clase. Mírame que mona llorando en la limo.

La puerta vuelve a estar abierta y yo bajo las escaleras del avión. La humedad se pega a todo; el sol se burla de mí, ahí en mitad del cielo, tan brillante. El verano suele ser una invitación a la aventura. La luz se alarga. Las terrazas se llenan. Todo el mundo tiene esa energía estival, de ligereza. Cuenta Sara Torres, en su novela Lo que hay, que todas las amantes desean llegar juntas al verano para entregarse a la congelación del tiempo de las vacaciones. El amor necesita huir de la actividad más rutinaria y productiva porque se alimenta de la holgazanería. Es ahí cuando «el enamoramiento se vuelve más extenso y revelador». ¿Pero qué ocurre cuando las pérdidas suceden en esta época del año? Vivir un desamor a cuarenta grados es como tener gripe en plena ola de calor: algo incómodo y tremendamente inoportuno.

He archivado nuestras conversaciones. No las borro. Nunca he creído que olvidar sea señal de haber superado nada. Olvidar me parece atrevido. Un poco necio también. Es imposible hacer borrón y cuenta nueva —no somos el protagonista de aquella película de Michel Gondry—. Yo quiero dejar huella; quiero ser la elegida de entre todas, y cuando dejo de serlo, seguir existiendo en el recuerdo del otro. Sonrío avergonzada por lo narcisista que es esta confesión. ¿Acaso no queremos todos ser recordados? Pienso ahora en mi abuela; en aquella vez que quiso regalarme uno de sus anillos para que lo llevara puesto cuando ella ya no estuviera. Me sorprendo manejando este oleaje de sostener varios duelos simultáneos. —Es importante compartir lo que escuece —le digo a mi padre durante el entierro—, aunque lloremos bajito. Decimos adiós a mi abuela rodeados de amigos, conocidos, familiares. No recuerdo la última vez que nos reunimos toda la familia. Quizás fue en la boda de alguno de mis primos. Nuestros seres queridos celebran con nosotros la alegría cuando nos casamos, pero tras sufrir una ruptura no existe una ceremonia en la que la gente que queremos nos pueda coger de la mano para acompañarnos en esa transición. Necesitamos más a nuestros amigos en los divorcios que en las bodas, decía Frédéric Beigbeder en El amor dura tres años.  

Algunas hemos llegado tan cansadas a este verano que cuando vamos a la playa dejamos que nuestro cuerpo simplemente flote en el mar. Como si fuera un pequeño bote me mecen las olas. Mi piel cubierta de pecas. El pelo siempre mojado. Algunos días bajo al mercado a comprar sandía, crema solar, y quizás algún anillo que me parezca bonito sin reparar en que pueda teñirme el dedo por el óxido a los tres días. Estar de luto cuando el calor aprieta también tiene sus ventajas; el sol pega cada vez más fuerte y eso es perfecto para secar bien las grietitas del desmoronamiento. Me siento tranquila, y quiero que mi cuerpo sea fiesta y no solo duelo, porque a pesar de todo; a pesar de las despedidas, del vacío, de los finales. A pesar de esta fiebre y de este calor infernal, propio de estar sufriendo las imparables consecuencias del cambio climático, siento que ya no le temo, como le temía, al desamor; tampoco a la pérdida. Siento que lo estoy pasando bien, «no te voy a mentir».

Feliz verano a todas y usad protector solar cincuenta, que el sol está muy fuerte.

Sara Herranz