Sara Herranz

“Somos demasiado jóvenes para estar tan tristes”, se leía en la galleta de la fortuna de una de mis ilustraciones. Hace unos años, esta frase, con la que muchos jóvenes se vieron identificados, se recogía en diversos artículos editoriales como el lema de una generación decepcionada en busca de ese futuro que se le había asegurado.

 

Esos jóvenes hoy ya no lo somos tanto. Hemos logrado lidiar con una terrible crisis, con un panorama laboral precario, y con la inmolación de nuestras expectativas frente a la realidad. Y lo hemos superado, pero vivimos tiempos oscuros. Tras unos años en los que parecía que algo fuera a cambiar, hemos regresado a la frustración. Al menos en mi caso. El haber crecido durante la crisis, me ha convertido en alguien ansioso por recuperar el tiempo perdido. Con la misma impaciencia que si hubiera despertado tras años en coma, me enfrento a mi futuro, pero me invade, a la vez, la sensación de que por mucho que me esfuerce, cualquier éxito ya no es suficiente. La satisfacción por los objetivos cumplidos me dura poco tiempo. Casi de inmediato estoy pensado en la siguiente meta. Soy la eterna insatisfecha. La “nunca es suficiente”. Y me pregunto si los que aprendimos rápidamente que teníamos que ser todavía mejores para prosperar durante los años de recesión, para rozar de puntillas lo que se nos había prometido, hemos interiorizado que ser mejor significa única y exclusivamente alcanzar el éxito. Sin saber siquiera qué significa eso.

 

Sara Herranz, @saraherranz