El fin de año pasado fingí una gripe para saltarme la celebración de Nochevieja con mis amigos y tener una excusa para quedarme en casa. Celebrar la última noche del año ya no me gusta, y, sin embargo, una parte de mí necesita darle un final, un cierre, un punto y aparte. Como si brindar a medianoche significara borrón y cuenta nueva. «The End». Que se enciendan las luces de la sala y abandonar 2024 como Nicole saliendo de los juzgados tras divorciarse de Tom Cruise. 

Pero, ¿y si me saltara la Nochevieja? Un fundido a negro y despertar directamente el día 2 de enero (porque, reconozcámoslo, el 1 no existe: es solo una extensión de la resaca colectiva que vive medio planeta).

Los hitos son importantes, y hasta no hace mucho, me obsesionaba con que ese día fuera especial. A los diecisiete, aún creía en la magia de la Nochevieja: el vestido de lentejuelas, la falsa ilusión de que todos los hombres están guapos de smoking y la fantasía romántica de poder besar a un desconocido para empezar el año como se debe. Sin embargo, no recuerdo una noche de Fin de Año en la que no tuviera que pelearme con alguien en la barra por pedir una copa, con los pies doloridos, y la incómoda sensación de tener frío todo el tiempo. Luego, ya de regreso a casa, recuerdo a mi madre preguntarme si lo había pasado bien. —No ha estado mal — le respondía con los tacones en la mano, las expectativas desinfladas y la marcha Radetzky sonando a todo volumen en la radio.

Al año siguiente repetía, y al siguiente, y al siguiente… hasta que tuve la madurez necesaria (quizá hacia los 25, cuando supuestamente el cerebro se desarrolla por completo y una se convierte en un adulto oficial) para reconocer que mi año terminaba en una fiesta rodeada de desconocidos que, como yo, solo buscaban encajar en esa imagen de una noche inolvidable. Pocas cosas más frustrantes hay como tener que divertirse por obligación.  

Me costó darme cuenta de que aquello no era lo mío. Siempre he preferido los grupos pequeños, donde puedo hablar sin alzar la voz, no tengo que pelearme por ser vista y socializar no me supone un gran esfuerzo. 

Este año pasaré la última noche del 2024 con mis padres, en nuestra mesa pequeña. Seremos cuatro, los de siempre. Una Nochevieja sin alharacas, sin grandes promesas ni expectativas. Algo simple, una cena tranquila con la gente que quiero, un poco de sidra El Gaitero para brindar, y quizás, una siestita con despertador, para levantarme justo a tiempo y tomar las uvas.

Sara Herranz

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