Hasta 1835 los espejos tal como los conocemos eran un lujo. Ver nuestro reflejo, en esa época, era un todo desafío de ingeniería. Hoy, en mis stories se cuelan tratamientos con toxina botulínica preventiva antes de que aparezcan las primeras arrugas, dermatólogos recomendando cremas anti-envejecimiento y adolescentes siguiendo la rutina de cuidado facial coreana de siete pasos. Vivimos en la era de la híper conciencia de la imagen y yo ya llego tarde al baby bótox. 

En mi mesilla mi rutina de skincare se ha convertido en una especie de alquimia: vitamina C, retinoles, contorno de ojos con niacinamida y cremas que prometen el milagro absoluto. Todos estos frascos me demuestran, a mi pesar, que envejecer no me da igual. «Los años pasan y yo solo quiero seguir siendo un cuerpo joven y deseable» –apuntaba en una de mis libretas cuando cumplí los 35–. Confieso con vergüenza que me siento bien cuando me dicen que no aparento mi edad y presumo de la genética familiar. Pero soy consciente de que llegará algún momento en el que este pacto con la juventud prolongada caerá. Sé que no debería importarme, pero a la vez me pregunto; ¿cómo debería verme a mis casi cuarenta? 

Susan Sontag lo describió bien en su ensayo The double standard of aging (1972): los hombres tienen dos estándares de belleza, la niñez y la masculinidad adulta, mientras que las mujeres solo tenemos el estándar de la juventud. Un hombre no se entristece al perder la piel lisa de la infancia, ya que cambia una forma de belleza por otra. Las mujeres no tienen este segundo estándar; cada arruga o línea de expresión se considera una derrota, y pasar de niña a adulta es visto como un fracaso. 

Quizás esta necesidad de sentirme joven venga de querer congelar el tiempo, de que la vida no se me escape, de vencer a la muerte ―como en aquella película de Robert Zemeckis dónde Meryl Streep y Goldie Hawn hacían un pacto para lograr la juventud eterna―.  O quizás deba rendirme al miedo heredado de que no solo me importa envejecer, lo que más me importa es hacerlo y aparentarlo físicamente. Pero también es cierto que a medida que envejezco, con más arrugas y nuevas canas, no siento que los años se acumulen en mí. De hecho, con cada cumpleaños, me siento más ligera. Como si el volquete que arrastraba cuando tenía veinte años ahora se hubiera convertido en una mochilita –grande, no voy a presumir– que cada vez es más fácil de transportar. O quizás sea cierto aquello que decía una amiga: «envejecer es inevitable, pero una sigue siendo en esencia la misma. Lo único que cambia es de amante, de talla de pantalones y de canción favorita».

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Sara Herranz.