Mientras deslizo mi dedo a izquierda y a derecha en Bumble, pienso en todas las veces que he entregado mi corazón, en todas las veces que me lo han roto. Una nueva adicción me ata suavemente a ese juego que aceptamos cuando nos abrimos un perfil de citas.

Sin tener ninguna expectativa, me dejo llevar por las normas. Como un maniquí en el escaparate, tanteo con curiosidad “el mercado”, aunque no esté demasiado interesada en llevarme a nadie a casa. Qué le voy a hacer si no puedo entregarme a unos brazos sin sentir esa atracción magnética.

Creo recordar aquellas palabras del filósofo Žižek. Decían algo así como que el modo habitual de construir una fantasía se basa, no en establecer una escena donde consigo lo que deseo, sino aquella donde me imagino siendo deseada por otros. Es difícil desprenderse de la necesidad de validación externa.

Si bien es cierto que cuando no tienes ningún interés romántico nuevo, cuando nadie ocupa tu mente, qué cantidad de tiempo, qué energía, qué espacio tan amplio, cuánta luz. Y lo digo yo, que soy una persona que se alimenta del fuego emocional de tener su corazoncito repleto de sentimientos.

Hay pocas cosas más excitantes que esa sensación de dos personas que se enamoran y dejan caer la barrera que las separa, arrastradas por el encantamiento. Ese deslumbramiento hacia el otro es un subidón. Por el contrario, cuando dos personas se separan tienen que volver a edificar ese muro (como cantaba Cupido. Voy a hacer una pared / Entre tu vida y la mía / Para no volverte a ver / Por lo menos cada día).

Una ruptura supone casi siempre la pérdida del lenguaje común y la vida compartida para construir una propia, y la intensidad, que es maravillosa cuando el amor es correspondido, en este caso es un verdadero tormento.

Leo a Alexandra Lores escribir sobre la cada vez más habitual cantinela, «me lo paso genial contigo y me encantas, pero no nos puto pillemos», y cómo ese miedo por empezar algo y que salga mal se nos ha contagiado a todas. Huimos del compromiso y de lo complicado, porque este sistema que nos oprime y aprieta deja un pequeño hueco para cuidar y cuidarnos, y gestionar vínculos emocionales mínimamente horizontales requiere un tiempo que no tenemos.

Lo recoge también Liv Strömquist  en su novela gráfica No siento nada. La liquidez emocional y el individualismo al que sometemos nuestras vidas nos hace higienizar tanto las relaciones que suprimimos cualquier posibilidad de abrirnos a lo inesperado por temor a que en algún momento sea doloroso.

No me malinterpretéis. Nadie quiere ser una tóxica. Muchas estamos agotadas de sufrir e intentamos gestionar lo mejor posible nuestra mochila emocional estableciendo relaciones responsables y equitativas. Ser una romántica, con todas las connotaciones negativas que van ligadas al término, es algo que ya no nos podemos permitir, pero a veces siento un poco de nostalgia de no volver a vivir algo verdaderamente arrollador.

¿Existirá un punto intermedio entre la pulcritud sentimental y el arrebatamiento misterioso del amor cuando comienza? Me pregunto si echo de menos esa agitación, el maldito vuelco en el estómago, o simplemente estoy aburridísima. 

Sara Herranz