De las tiendas de mi barrio, solo hay una que aún no ha puesto la decoración navideña. Transitar por la ciudad en estas fechas no me gusta. Los árboles han perdido sus hojas y la calle está repleta de gente que pasea con bolsas y regalos. Es difícil caminar, pero se respira cierta alegría. Nada mejor que una buena luz de neón que nos ilumine. 

Mientras pienso en si el supermercado estará aún abierto, algo me golpea. Un hombre se tropieza conmigo. Me da en el estómago con su brazo. Es un golpe seco. Fuerte. Que me deja sin aliento. Al darme la vuelta, él continúa su camino. Ni siquiera se gira a mirarme. Soy un cuerpo transparente. Soy invisible. Las prisas no paran en estas fechas. Tampoco hay tiempo para la educación. 

Cuando me mudé a la capital aprendí a vivir rápido. Me acostumbré a trasnochar para llegar a la entrega de ese encargo que me pidieron para ayer. A contestar inmediatamente los whatsapps de ese amigo con el que no encuentro tiempo para quedar. A comprar esa sopa instantánea para cenar, justo antes de que cierre el súper. A ver los últimos stories de esa influencer que promociona un juguete erótico que hace que te corras en cinco minutos. 

Es domingo y no tengo prisa. Aun así, corro para no perder el metro. En cinco minutos llegará el siguiente, pero eso da igual. Consigo sentarme en el último asiento del vagón. Todo va a demasiada velocidad en este mundo. Me pregunto si volveremos a ser gente serena. Descarto la idea de inmediato. Pienso en este año. En lo intenso que ha sido. En cómo la gente se ha movido. La gente está harta. Hasta en esa película de la que todo el mundo habla, el protagonista lidera una rebelión ciudadana que termina con las calles ardiendo. Recuerdo cuando la política me parecía aburrida. Piensotambién en mi generación. En cómo se ha enfrentado a la desconfianza y al mal sabor de boca que deja crecer en plena crisis. Pienso en el auge de la extrema derecha, en el cambio climático, en la precariedad. Pienso en la destrucción de la clase media. Pienso en la nueva crisis que dicen que viene. Pienso en si en algún momento hemos salido de la anterior.

Suena “La cabalgata de las Valkirias” a todo volumen antes de llegar a mi estación. Un joven al final del vagón la ha puesto desde su móvil. Avanza gritando hasta mí. No logro entenderle al principio. Hay demasiado ruido. – ¡Fantasmas, sois todos fantasmas! – nos grita. Se nos está quedando un mundo precioso. Y de pronto, ella. Su pequeña mano. Me la ofrece. Se la doy y me sonríe. Soy la invisible. Pero cuando alguien me ve, entonces brillo. Brillo fuerte. Como un neón. Y las plantas crecen a mi alrededor.

Sara Herranz