Odio tener que tomar decisiones. El dilema es simple: quiero tener todas las opciones. Decidir un camino concreto me obliga a renunciar al otro, y eso lo llevo verdaderamente mal. Por qué, ¿y si no es el correcto? No sé dónde leí que los trenes que no coges no importan, porque no puedes perder la vida que no has tenido, ya que no existe. Algo así como sucede en la fábula de la higuera de Sylvia Plath: si no tomas ningún fruto, los higos terminan pudriéndose en el árbol.
Nos encanta actuar como si tuviéramos todo bajo control, pero con la inestabilidad en la que nos hemos acostumbrado a vivir, sostener la incertidumbre es un arte, un ejercicio de resistencia. Se hacen proyecciones del crecimiento económico a diez años, sin darnos cuenta de que algunas no podemos prever dónde estaremos en agosto. Cuando todo se tambalea, nos asustamos. Quizás por eso algunas, como yo, nos refugiamos en lo místico: el tarot, los horóscopos, la amiga medio bruja que siempre acierta. No porque nos lo creamos del todo, sino porque, por un rato, nos da la ilusión de tener ciertas certezas.
Siempre he pensado que hay algo reconfortante en que alguien te diga qué hacer. Soltar las riendas y dárselas a quien parece tenerlo todo claro. Es la teoría de la pija que te ordena la vida de la que hablan las inteligentísimas conductoras del podcast Amiga, date cuenta. Esa figura —mitad gurú, mitad dictadora— te recomienda los libros que debes leerte este año, sabe qué restaurantes están de moda y te da consejos no solo para organizar tu fondo de armario, sino que también optimiza tu vida en cinco sencillos pasos, a través de sus historias de superación con moraleja.
Así que aquí estoy: atrapada entre la parálisis de elegir y la tentación de que me guíen y me marquen el camino. En esa lucha interna entre el deseo y la conformidad, supongo que la clave está en no obsesionarme tanto. Tomar la iniciativa algunos días. En otros, dejarme llevar. Aceptar el quizás. Entender que la incertidumbre siempre va a estar ahí y aprender a vivir con la duda sin que me quite el sueño. O al menos, no más de dos noches seguidas.
Sara Herranz