Todo surgió en una sobremesa donde comenzó una discusión en torno a cuál es la mejor estrategia para, como diría Melendi, caminar por la vida: si conviene utilizar la intuición o la planificación. Nos habían sentado en una mesa redonda y, cosas de la vida, los defensores de una y otra postura estaban perfectamente colocados en cada semicírculo, alineados unos junto a otros. Sentadas una enfrente de la otra, una amiga y yo cerrábamos el círculo como las agujas de un reloj que marca las doce y media. 

Imagínate el debate girando en torno al hemisferio derecho o hemisferio izquierdo, a lo mental o lo creativo, a lo seguro frente a lo incierto.

Los defensores de la planificación exponían unos argumentos muy sólidos y certeros.  Y es cierto que, sin una planificación, si no conoces el rumbo a donde te estás dirigiendo, si te da igual alcanzar cualquier objetivo (no me importa vender cinco o diez) lo más probable es que te pierdas por el camino. Planificar es útil cuando tu plan adquiere la categoría de guía. Es tu itinerario para conocer el camino por el que andas, la velocidad que llevas, la dirección que has tomado.

Por el contrario, los defensores de dejarse guiar por la intuición tenían claro que hacer planes no sirve para nada porque “ya la vida se encarga de desbaratarlos”; que muchas veces tienes la meta fijada en un punto y surge algo que te obliga a replantear tus prioridades y por tanto valoraban más fluir y surfear las olas.

¿Y tú? me preguntaron, ¿eres más de planificar o de intuir? A mi aquello me sonó a esa horrible y antigua pregunta de: ¿a quién quieres más? ¡Me resisto! ¿Debo elegir? No quiero elegir.

Me explico. Tengo un amigo que adora escalar montañas. A mí eso me da un pánico bestial, pero reconozco que cuando le oigo hablar, los dientes me llegan al suelo de la envidia que siento al notar la pasión con que vive todo ascenso. Este ejemplo me servirá muy bien para argumentar mi postura de por qué elegir, por qué no combinar los dos argumentos y conseguir que mis dos hemisferios se lleven bien, se entiendan y se complementen.

Cualquier ascensión empieza por la planificación. Tienes que elegir la montaña que vas a escalar, valorar el grado de dificultad que supone, conocerte profundamente para que el ascenso sea posible, lo que llaman un riesgo controlado. De nada sirve querer subir el Everest si no has coronado antes algún otro pico menor. Así que como digo, una vez elegida la montaña estudiarás las rutas que ya están abiertas, la mejor época para iniciar el ascenso, los materiales y utensilios que se requieren etc. Todo esto es planificación, organización, orden. Como quieras llamarlo. Es el inicio del viaje porque sin duda el viaje empieza en la elección del objetivo a alcanzar. Es en ese momento, y no cuando llegas al destino, cuando comienzas a vivir la aventura, a sentir y a oler como si ya estuvieras allí como si ya pudieras pisar la hierba que rodea la montaña, elegir la ubicación perfecta para colocar las tiendas del campamento, mirar de frente a tu meta.  Estás focalizando.

Llega el momento de desplazarte a la montaña. Tienes todo planificado y es en ese preciso instante en que estás comenzando a ejecutar la planificación prevista cuando debes soltar. Si, suelta. Orgulloso de saber que la tarea previa está hecha, se originarán situaciones que ni por asomo habías previsto, que ni se te ocurrió pensar que sucederían y para las que a priori puede parecer que no tienes el instrumento adecuado. Calma y respira. Cuando has desarrollado una planificación correcta entra a jugar la parte creativa de tu cuerpo, tu mirada más innovadora. La intuición toma el mando y debes confiar en tu olfato o en tus tripas, en tu corazón. 

Por eso me mantengo en mi pregunta inicial ¿debo elegir? No quiero elegir. Quiero planificar y quiero abandonarme a la intuición, quiero mar y montaña, quiero día y noche. Pretender ser tan estricto como para no alterar nuestro plan en caso de encontrarnos con algún imprevisto es de temerarios. Querer conseguir tu objetivo sin realizar un estudio o planificación previa es de imprudentes. 

La dificultad estriba en que, como a cada uno de nosotros le es más fácil desarrollar una u otra área (creatividad o planificación), solemos trabajar en aquello donde nos encontramos más cómodos. No soy especialista en el tema, pero he conocido a muy poca gente con ambas áreas equilibradas. Por lo general, al creativo le horrorizan el orden y los papeles; por contra los planificadores se bloquean ante situaciones no controladas. Personalmente, aunque suene utópico, me gusta pensar que conseguiré utilizar simultáneamente mis dos áreas trabajando aquella en la que flaqueo y aquietando a la que se quiere imponer, creando (y no te rías) un único hemisferio híbrido. En eso estoy. 

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Marta de León, economista y consultora