Al entrar en un museo, solemos hacerlo un poco sobrecogidos. Nos parece que lo correcto es hablar en voz baja – sin saber muy bien porqué – y quedarnos parados delante de cada cosa durante un par de minutos creyendo que en esta espera incómoda entre un objeto y otro consiste «apreciar el arte».

Nos fijamos en las flores del cuadro aquel, ¡parecen auténticas! Pasamos a la escultura aquella y hacemos el comentario de “muy bonito todo, se nota que el talento aquí abunda”. Y acabamos por fin la visita, saliendo orgullosos de habernos culturizado.

Pero no es así. Lo cierto es que salimos del museo tan ignorantes como entramos, pues realmente no sabemos porqué tenemos que mirar lo que los expertos nos dicen.

¿Qué hace que una obra de arte lo sea? ¿Qué es lo que tiene de especial un cuadro o escultura para que se considere apta para estar en un museo, que no deja de ser una «especie de templo sagrado moderno»? ¿Por qué nos insisten, una y otra vez, en que estas cosas deben ser admiradas?

Tomemos como ejemplo una de las esculturas más famosas, mil veces reproducida, copiada y parodiada: «El David», un mítico joven de corazón puro que vence al gigante de la corrupción.

Este impresionante cuerpo es el fruto de una etapa histórica no menos impresionante. En el año 1494 los Médicis, la familia que durante 60 años había gobernado Florencia, son expulsados, y los florentinos crean una república. Los vencedores se alzan sobre los podios de la Plaza de la Señoría y declaman sus virtuosos discursos sacados de la páginas de Plutarco y Tito Livio, llenos de sentimientos nobles y puritanos como aquellos que más tarden emularán y repetirán todos los revolucionarios premarxistas.

Estos ‘nuevos’ florentinos, para simbolizar sus convicciones, encargan esculturas que evoquen en sus conciudadanos valores de heroicidad y sentimientos patrióticos.

Una de esas figuras encargadas fue la de David; el joven justiciero que con una simple piedra guiada por su honda hace cambiar la mirada del hombre. La creación de semejante obra fue confiada a un joven de carácter intimidatorio que acaba de regresar a su Florencia natal después de haber acabado sus estudios en Roma, Miguel Ángel.

Todos aquellos que llegaron a conocerle admitían sin reservas que poseía un cerebro portentoso y una inigualable habilidad con el cincel. Incluso de niño, el ímpetu de su espíritu «aterrorizaba» a la gente.

Esta pequeña figura, que se encuentra en la ciudad italiana de Boloña, es un autorretrato que Miguel Ángel esculpió sin contar siquiera veinte años. Tiene en su mirada esa apisonadora seguridad de espíritu que hace inquietarse a todos aquellos que siguen vidas sin imaginación. Ni él ni su arte cambiaron nunca.

Tras su paso por Roma, donde interiorizó completamente el estilo de la escultura clásica, fue capaz de insuflar nueva vida a este estilo a través de su propio vigor.

¿Comparamos?

Esta escultura de David, creada por el artista Andrea del Verrocchio, y que en su día supuso el último grito en elegancia en la Florencia de los Médicis. Un David pequeño, ligero, afeminado, ágil, risueño, vivaz y, sobre todo, vestido.

Pinterest

En cambio, El David de Miguel Ángel es colosal, desafínate… y está desnudo. ¿Por qué desnudo? Porque el hombre libre no tiene nada que ocultar. En su fertilidad es casto, en su fuerza, dulce. Habría que preguntarnos, mas bien, acerca del pánico que el hombre moderno siente ante la desnudez propia. El hombre ya no es fuerte, ni bello:

El hombre es triste y feo, triste bajo el vasto cielo;
ahora anda vestido, porque ya no es casto,
pues ha ensuciado su busto orgulloso de dios
y ha ido encogiendo, cual ídolo al fuego,
¡al dar su cuerpo olímpico a sucias servidumbres!

Arthur Rimbaud

Solo 25 años separan estas dos esculturas representado al mítico David, pero he aquí un cambio fundamental y vertiginoso en la sensibilidad del espíritu europeo. Es la misma progresión que, en la música, supondría el paso del Fígaro de Mozart al Fidelio de Beethoven.

Visto en su conjunto, El David podría no ser más que una escultura griega inusualmente fornida y dinámica. Es solo cuando llegamos a la cabeza cuando reparamos en una fuerza espiritual que el mundo antiguo jamás conoció.

Esta cualidad, llamémosla “heroica”, no es parte de la idea que todo el mundo tiene cuando piensa en “arte civilizado”. Aquí ha surgido algo nuevo en el espíritu europeo, algo con lo que las grandes civilizaciones de la India o China, jamás podrían haber soñado.

He aquí el salvajismo, un romanticismo furibundo. La mirada de David es aquí consciente de las mareas de la Historia. David desprecia las comodidades terrenales y sacrifica las facilidades materiales que contribuyen a aquello que solemos llamar ‘vida civilizada’. Es el enemigo de la felicidad… Mirad esa indignación suprema, ese hambre de futuro, esa pulsión de inmortalidad.

A pesar de todos nuestros miramientos modernos, hemos de reconocer que desafiar los obstáculos materiales y enfrentarse a las ciegas acometidas del
destino es el logro supremo del hombre, dado que, al fin y al cabo, la civilización depende de que el hombre extienda sus poderes hasta el límite de sus posibilidades. Es por ello que debemos de considerar la aparición del David de Miguel Ángel como uno de los más grandes acontecimientos en la historia del hombre occidental.

Los ojos de David retratan al hombre-águila que, apostado en las alturas de su soberbia, es capaz de provocar guerras terribles, pero también de llegar a las estrellas.

Miguel Ángel ha expresado estos huracanados sentimientos en el rostro de su David al igual que en su cuerpo; podemos verlo en la palpitante, casi viviente, caja torácica o en sus tensos y «arquitectónicos» músculos de la pelvis.

Lo podemos ver también en sus gigantescas manos de campesino, callosas y recias, tan alejada de los refinados cánones de la belleza clásica.

Más que la representación de un cuerpo humano, tenemos ante nosotros la realización visual de la conciencia del hombre europeo. El carácter fundamental de occidente y la proyección desafiante de su espíritu hacia la inseguridad del provenir ¡Y todo esto en simple mármol! Es la expresión escultórica que, en literatura, Shakespeare formularía a través de los labios de Hamlet:

Ser o no ser, he aquí la cuestión.
¿Qué es más elevado para el espíritu, sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna
o tomar armas contra el piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas?

Shakespeare

Éstos son pensamientos que aún no hemos conseguido superar. El hombre del siglo XXI sigue siendo heredero a los mismos embates del espíritu; aún
buscamos soluciones ideales a problemas irresolubles, aún creemos en las falacias de la esperanza y seguimos tratando de alcanzar aquello eternamente fuera de nuestro alcance. Es por todo esto que la escultura de «El David» de Miguel Ángel, acabada en el año 1504, debe ser considerada uno de los hitos artísticos más importantes de todos los tiempos.

Max Venour