Llevo días sin desenredarme el pelo. Escribo esto a mediados de abril, tras un mes de confinamiento. Acaban de prolongar el estado de alarma otros quince días. Tal vez sean más. Todo es incertidumbre. Mi vida, como la de todos, está en pausa. Los planes que tenía para 2020 quedan lejos. Todo eso pasará a ser la vida de antes. Me enfrento a estas líneas como si se tratase de una carta a mi yo del futuro. ¿Quién seré a partir de ahora?

Tengo la tele puesta de fondo. Alguien dice: «Hay que ver esta crisis como una oportunidad». Llevo días confusa por tanto ruido. Me cuesta ver en las crisis momentos para la oportunidad. Esta vez no sé si soy más optimista, pero sí más sabia. Y quiero imaginar que esta nueva crisis, que me golpea por segunda vez justo cuando mi carrera y mi situación económica comenzaba a afianzarse, me hará ganar toda la autoestima que me arrebataron en 2009. ¿O me convertirá todavía más en una cínica?

Me abro una cerveza y retuiteo un post de Ajo: ¿Os acordáis cuando teníamos prisa? En este nuevo mundo el tiempo es infinito. Mi vida se ha simplificado. Soy menos exigente conmigo misma. Pueden ser las tres de la tarde de un viernes, estar en pijama bebiendo una cerveza y no haber trabajado aún por tener la cabeza en otro sitio, y está bien. Puedo vivir con menos, consumir menos y está bien. Pero, a la vez, puedo entrar en contradicción y sentirme culpable por no estar siendo productiva, por no haber empezado aún ninguno de los libros que me propuse leer durante la cuarentena, o por posponer para mañana la tabla de sentadillas para que no se me siga cayendo el culo.

Hace un rato llovía. Ahora sale el sol. Está el tiempo como mi estabilidad emocional. Los días que la vida me pasa por encima creo que nada volverá a ser igual y rompo a llorar por cualquier contratiempo, como que se me quemen las lentejas o que se me caiga al patio de vecinos unas bragas. Otros días, me levanto como si fuera el mensaje motivacional de una taza cutre, llena de optimismo y “buenas energías”. Entonces abro todas las ventanas y fantaseo con la idea de que llegará el verano y podré salir a pasear, veré el cielo, me achicharraré al sol, todo esto habrá pasado, y este nuevo mundo seguirá siendo difícil y extraño, pero ya no tendremos tanto miedo y nos sentiremos fuertes.

Me he terminado la cerveza. Me paso el día medio vestida y medio borracha. Hago un Skype con mi amiga Eva. Me pregunta que como lo llevo. Le digo que hoy, regular…. pero que he estado dándole vueltas a lo felices que podríamos ser todas viviendo en un pueblo y criando juntas a nuestras mascotas e hijos. Me dice que, en realidad, cuando esto acabe, entre que ya no podremos socializar como antes y que tendremos edad para disfrutar más de la vida rural y contemplativa, y menos para pelearnos por un huequito en el bar de moda, deberíamos buscar un sitio bonito donde mudarnos todas juntas. Me hace sonreír esa idea.

En un mes, yo ya he cambiado. Mis prioridades ya son otras. Lo importante es lo colectivo. Lo público. La calidad del aire. La pausa. El presente. Creíamos que nosotros no podríamos cambiar el mundo, pero lo ha hecho él solo. No sé quién seré cuando lea esto. Se me da fatal ver la luz al final del túnel. Me da ripio esa expresión. Pero ahora pienso en la luz del verano. Y en alguien que me acaricie la cara, me desenrede el pelo y me traiga hoy el verano a la puerta.

Sara Herranz