Hace semanas que no ordeno ninguno de mis escritorios, ni el físico ni el del portátil. El caos se apodera de mi y quizá sea por el exceso de propósitos marcados en la agenda que estrené hace algo más de dos meses. Mea culpa, me he sumado al capitalismo compulsivo a conciencia.
Me encanta soñar con viajar a los lugares que en estas páginas te recomendamos, me encanta visitar los restaurantes de nuestro Top Foodie, me encantan los estilismos que plantea Rita en nuestra sección de Bazar.
¡Mea culpa! Sí, para todo ello hace falta cash y para tener cash hace falta trabajar mucho. TRABAJO, TRABAJO Y MÁS TRABAJO. Un trabajo que elegí a conciencia y con el que disfruto pero, al fin y al cabo, un trabajo mediante el cual mis índices de cortisol en mi frontal se disparan a causa y como consecuencia (no, no se trata de un error esto es un paradigma 360º) de un estrés cronificado, un estrés que, HORROR, es ya parte de mi zona de confort.
Paseaba el otro día por Madrid. Siempre que puedo, uno de esos paseos termina en el Parque del Oeste, un lugar que por muchas veces que hayas visitado Madrid quizá no conozcas, un oasis en medio de la capital de España, un lugar maravilloso, un pequeño escondite.
Cuando bajo por sus laderas lo suelo hacer siempre “campo a través” (no sé por qué pero no me gusta pasear lo asfaltado si tengo opción a no hacerlo) y a la par que noto el césped mullido bajo las suelas de mis zapatos desaparece la necesidad de tener el móvil en mi mano. Me encanta fijarme en la cantidad de perros que corretean entre los árboles (unos aún sin hojas y otros tan verdes como siempre), buscar a sus dueños, imaginarme su historia… Normalmente, sigo el riachuelo que atraviesa el parque hasta llegar a mi espacio favorito. Una ladera de atardeceres infinitos en la que el tiempo suele congelarse. Ella me recuerda la existencia de mi smartphone, la belleza del sitio es digna de fotografiar una y otra vez. Da igual cuántas veces vaya, nunca una foto es igual a otra. ¡Directa para IG!
El fresco tras la puesta de sol marca que es hora de volver. Lo hacemos con calma y bajo la banda sonora de multitud de urracas y cotorras que comparten ese espacio aéreo con los atrevidos murciélagos que, a menudo, pasan desapercibidos en la ciudad. Aquí solemos coger el sendero asfaltado que nos hace coincidir con multitud de banquitos, banquitos generalmente ocupados, ocupados por… ¡sorpresa! Parejas, amigos, conocidos… con el móvil en la mano y sus caras pegadas a la pantalla. ¿Hablarán entre ellos, físicamente distanciados por apenas 20 o 30 centímetros, por Whatsapp?
Paola Bonilla, directora de The Pocket Magazine